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«Cocote», el indefectible destino de Alberto

SANTO DOMINGO.- Cuando se trata un tema sobre la dominicanidad con el sentido de profundidad como lo ha elaborado el joven realizador Nelson Carlo de los Santos, se debe inexcusablemente aplaudir su voluntad de tomarse el riesgo de descubrir la otra cara del cine nacional, esa faz no acostumbrada a explorar por la precariedad conceptual presente en este panorama fílmico.

Y es que lo abordado por Nelson Carlo es un salto al vacío hacia un inmenso mar de ideas enraizadas en lo más profundo del imaginario colectivo en República Dominicana que, en muchas ocasiones, se margina por la poca comprensión de nuestras raíces.

La dominicanidad que presenta Nelson Carlo no es la expresada a través de los medios masivos que han revestido esa capa de identidad con un barniz de cliché publicitario que ha distorsionado la herencia de lo que somos y de lo que siempre hemos sido.

Esta realidad manifestada en múltiples productos cinematográficos locales, ha expuesto una gran debilidad que se ha extendido a todos los niveles de expresión artística la que impide un real estudio de la idiosincrasia que permea todas nuestras costumbres.

No es que el cine dominicano que se ha realizado hasta estos momentos no ha determinado su preocupación por establecer un retrato, aunque sea simbólico, de lo que es ser dominicano. Lo que sucede es que ya es tiempo para que esa nueva generación de cineastas pueda ir más allá de los presupuestos promocionales y rastrear esa dominicanidad subyacente, la que abraza los preceptos católicos, pero también pone su verdad sobre ese sincretismo ancestral presente en las zonas rurales del país.

“Cocote” es el discurso fílmico dominicano más certero sobre la dominicanidad que he observado en el panorama local. Su concepción rompe con todo lo establecido en términos estéticos y argumentales, pues su aproximación al cine antropológico le confiere un status totalmente distinto a esa paleta de colores manifestada en el discurso criollo.

A través del personaje de Alberto, un jardinero evangélico que trabaja en una casa de clase media alta, que regresa a su pueblo natal para asistir al entierro de su padre asesinado, se cuenta un relato inquietante sobre el olvido y el rechazo, pero también sobre la venganza y la marginalidad.

Una vez en el pueblo, se ve obligado a participar en cultos religiosos contrarios a sus propias creencias y manifestaciones de su fe. Su llegada implica la presión de hacer valer el orgullo de la familia por la muerte de su padre asesinado, la resolución es cumplir con los preceptos que, según su familia, debe asumir como hombre.

Esta particularidad de presentación de su conflicto interno es la clave para entender una serie de factores que se entremezclan en las manifestaciones religiosas en los pueblos del país y en las ceremonias de cómo se sufre el duelo por los muertos.

Alberto es sentenciado por su hermana a cumplir con lo establecido por las reglas del honor. Su recriminación es válida dentro de un contexto casi de verdad sacralizada, de vestigio antropológico de esa ley del “ojo por ojo” que aún pervive. También remarcada en la conversación que Alberto tiene con el policía del pueblo, brillante concepción sobre el poder.

Para esto Nelson Carlo se arma de una serie de instrumentos estéticos y conceptuales para abordar, de la manera más idónea posible, este relato. Ya su estilo lo había manifestado en su anterior filme “Santa Teresa y otras historias” (2015), basada en la novela póstuma 2666 del escritor chileno Roberto Bolaño y ganadora de varios premios internacionales. En este segundo filme cuenta con la fotografía de Roman Kasseroller y la utilización de varios formatos, se compone una estructura que revela una intencionalidad marcada hacia lo indefectible en el destino de Alberto.

La utilización del recurso de la cámara que gira sobre su propio eje, remarca el torbellino de circularidad que envuelve la vida de Alberto. Su negación primaria se ve afectada por esos componentes intrínsecos presentes en el tejido social del pueblo como las letanías, las plañideras, el ritual, todo envuelto dentro de un montaje conceptual que rompe la mirada tradicional del espectador.

Además, Nelson Carlo construye su propio universo juntando esos retazos de manifestaciones religiosas presentes en Villa Mella, Baní, Barahona, Pedernales y lo delimita dentro de esa geografía creativa (como señalaba Kulechov) creando un espacio dramático singular.

Su banda sonora con efectos musicales y de sonido, es otro de los componentes que el realizador no deja de lado, pues ella habla de otros términos sonoros como el mar, el campo y el dolor que juegan un papel fundamental en la composición externa e interna del filme.

Vicente Santos como Alberto es la síntesis del dominicano, pero a su vez, del hombre que trata de huir de su pasado, pues el peso de las tradiciones es más fuerte que la propia voluntad. Asunto que, irremediablemente, lo consume y lo obliga a realizar el mandato que dicta las tradiciones.

Junto a Vicente otros actores profesionales como Judith Rodríguez, Pedro Sierra, Isabel Spencer y José Miguel Fernández detallan el valor de los personajes que se entremezclan con otros escogidos como la cantante de salve Enerolisa Núñez y Yuberbi de la Rosa.

Ineludiblemente el cine de Nelson Carlo camina por esas rutas que ya recorrió el cine latinoamericano en las manos de Glauber Rocha o Nelson Pereira dos Santos. Ese cine que habla de la historia profunda de los pueblos, de esa “estética del hambre” que marcó el cine de los 60´s, y que este realizador dominicano vuelve su mirada hacia esas concepciones para revitalizar un cine criollo con miles de ideas por explorar.
Félix Manuel Lora/CINEMA DOMINICANO

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